DIOS ES INFINITA, ETERNA E INFLEXIBLEMENTE SANTO. Las Escrituras dan testimonio de esto una y otra vez. “Justo es Jehová en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras” (Salmo 145:17), y otra vez, “Dios reina sobre las naciones; Sentado está Dios sobre su santo trono”. Salmo 47:8. “¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en loores, hacedor de maravillas?” Éxodo 15:11.
Tanto el profeta Isaías como el apóstol Juan describieron visiones del Todopoderoso sentado en un trono de terrible esplendor y rodeado de criaturas vivientes que estaban tan sobrecogidas por las maravillas de Su santidad que sólo podían exclamar con incesante reverencia: “¡Santo, santo, santo!” (Isaías 6:1-5; Apocalipsis 4).
Fue la santidad de Dios la que expulsó a Adán y Eva del huerto de Edén. Fue la santidad de Dios la que destruyó casi todo el mundo de los días de Noé, limpiándolo de hombres injustos. Una vez más, fue la santidad ofendida de Dios la que se derramó en ira llameante para consumir las perversas ciudades de Sodoma y Gomorra. Tan grande era la santidad de Dios, que obligó a Moisés a quitarse el calzado de los pies antes de acercarse a la zarza ardiente. Tan terrible fue Su gloria revelada en el Monte Sinaí, que hizo que Israel temblara y se estremeciera, manteniendo una distancia respetuosa de la montaña por temor a perder sus vidas.
Esta misma presencia, multiplicada en poder y gloria, es la que debemos encontrar cuando nos enfrentemos cara a cara con la santidad en el tribunal del Juicio de Dios.
Dios nunca ha tolerado la impiedad. Cuando Él separó para Sí un pueblo en el Antiguo Testamento, Dios les dio instrucciones muy específicas y detalladas de cómo debían vivir, e instituyó consecuencias definidas para aquellos que ofendieran. “Santos seréis”, advirtió, “porque yo Jehová vuestro Dios soy santo”. Lv 19:2. El castigo por desobedecer la ley de Dios era serio. Más de una persona que tomó a la ligera la santidad de Dios fue asesinada en el acto (ver Lv 10 y 2 Sa 6).
La Escritura dice de Dios, “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, y no puedes ver el agravio”. Hab 1:13. La impureza le resulta tan repugnante que debe apartar la mirada. Cada pecado es un hedor en Su nariz, y Él no pasará por alto ni una sola transgresión de Su ley. Mientras Él tiene paciencia con el pecador y mientras Su misericordia suplica a los pecadores que se aparten de su camino, Su ira va acumulando un depósito de juicio que, como una copa que se llena gota a gota, finalmente rebosará.
“Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad, el malo no habitará junto a ti. Los insensatos no estarán delante de tus ojos; aborreces a todos los que obran iniquidad. Destruirás a los que hablan mentira; al hombre sanguinario y engañador abominará Jehová”. Salmo 5:4-6.
Es imposible que un hombre peque contra un Dios santo y no se vea afectado en su relación con Dios. Hebreos nos dice que Cristo es “santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores”. He 7:26. Claramente, hay un antagonismo entre Dios y el pecado que hace imposible la comunión entre Dios y los pecadores. Leemos en Isaías: “Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de vosotros, para no oír”. Isaías 59:2. El pecado se interpuso entre estas personas y Dios. Puso un abismo tan grande entre ellos que Él ocultó Su rostro para no oírlos siquiera. Así como Adán, por un solo pecado, se vio separado de la comunión con Dios en el huerto, el alma que peca sólo una vez –no importa cuán elevada sea su profesión religiosa– está fuera de armonía con Su Creador y no puede vivir en paz con Él ni en esta vida ni en la eternidad.