“Y Él envíe a Jesucristo, que os fue antes predicado; a quien ciertamente es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de todos sus santos profetas que han sido desde el principio del mundo”. Hechos 3:20-21
Restitución significa volver a un buen estado de lo que había sido malo. Significa reparar, devolver algo robado, restaurar, terminar y satisfacer una deuda. El inspirado profeta que se dirigió a las multitudes de Jerusalén el día de Pentecostés reconoció la necesidad de que llegara un día de restitución cuando los errores de la historia pudieran ser abordados. Junto con todos los santos profetas de Dios que habían profetizado desde el principio de los tiempos, esperaba el momento (el griego original sugiere un período o espacio de tiempo) en que se cumpliría esa restitución. Crímenes perpetrados durante tanto tiempo contra la humanidad serían juzgados y etiquetados adecuadamente por lo que habían sido, para que tuviera lugar un ajuste de cuentas. Lo que se había perdido y lo que había sido robado sería devuelto y restaurado por ejecución divina.
Entre las opresiones que los hombres han practicado unos contra otros a lo largo de todas las épocas desde los albores del tiempo, hay incontables ejemplos de crueldad más allá del poder de describir o enumerar. Sin embargo, tal vez ninguna opresión haya sido tan sistemática, tan diabólica, tan duradera y dolorosa en el trauma que infligió, y a la vez tan sutil y taimada en su forma, como la opresión del robo de identidad. La identidad de los individuos ha sido atacada. La identidad de las familias ha sido atacada. La identidad de naciones enteras ha sido atacada. Y muy frecuentemente se ha hecho de forma intencionada y sistemática. Los problemas comenzaron para la familia humana cuando un hombre y una mujer se salieron de la identidad que Dios les había dado; y los problemas se han perpetuado bajo cada circunstancia en la que se ha perdido el sentido de la identidad de las personas.
El conflicto que existe entre dos o más subgrupos dentro de la familia humana, la mayoría de las veces, tiene su origen en personas que han malinterpretado o se han apropiado indebidamente de su identidad. Una familia que conoce su identidad y la identidad y contribución de cada uno de sus miembros, es una familia capacitada para mantenerse en pie con poder y unidad.
Una de las formas más bárbaras que ha adoptado este ataque se ilustra en el trato dado a las tribus indígenas de Canadá. Como si el robo de sus tierras no hubiera sido suficiente, el gobierno y la “iglesia” se aliaron para despojar a los nativos de su cultura–“por su propio bien”, se afirmó. Criminalizaron la educación impartida por la comunidad y los hogares indígenas y, en su lugar, forzosamente y en contra de la voluntad de los padres, trasladaron a los niños a escuelas prescritas del gobierno, en donde procedieron a despojarlos de su identidad cultural en una manera sistemática y degradante. Les cortaron el pelo al estilo prescrito. Les dieron ropa de corte extraño. Les prohibieron hablar su lengua materna, cantar sus canciones nativas o participar en las costumbres culturales que ellos amaban. Lo peor de todo es que les enseñaron a despreciar a su propio pueblo. Perdidos sin saber quiénes eran ni a dónde pertenecían, muchos se sumieron en la embriaguez y la desesperación.
Éste no es más que uno de los muchos ejemplos en los que un pueblo oprimió a otro bajo la falsa ilusión de que era superior en identidad y podía perseguir a un pueblo “inferior” y avasallar su cultura con impunidad. El pueblo africano, cruelmente despachado en barco desde su tierra natal a destinos en toda América, fue despojado de sus lenguas, de sus nombres, de sus costumbres y, hasta cierto punto, de sus expresiones en la música. (Alex Haley, en su libro Raíces, nos cuenta que a los esclavos no se les permitía tocar el tambor por miedo a que de ese modo “hablaran” unos a otros a través de las distancias como lo habían hecho en África y de este modo encender un levantamiento contra sus opresores).
Justificando su causa con falsa ciencia, los europeos, etiquetándose a sí mismos como blancos y a los africanos como negros, llegaron a creer que los africanos eran intelectual, social y moralmente inferiores a ellos. Esta trágica creencia sirvió de excusa para cualquier cantidad de hostilidades y atrocidades infligidas injustamente contra ellos. Del mismo modo los judíos, expulsados de Alemania y de otras partes de Europa por otros que intentaban lograr una “raza más pura”, fueron eliminados en campos de concentración de la forma más inhumana.
Aunque no nos atrevemos a sugerir que todas las naciones hayan experimentado el mismo dolor o el mismo nivel de subyugación cruel y vergonzosa, es lógico pensar que todas las naciones han sido dañadas a través de ataques a su identidad. El mero hecho de que a los europeos se les etiquetara como “blancos” y se les diera la ilusión de que tenían derecho a privilegios fue, desde un punto de vista más sutil, un ataque incapacitante contra su identidad. Fue un ataque porque les aisló de las mismas personas que podrían haberles fortalecido a través de la riqueza compartida de sus diferentes culturas. Era un ataque porque permitía al hombre carnal convertir en animales y opresores a hombres que no habían sido creados para ser bestias y opresores. Debido a que el ataque fue más sutil, el daño ha sido, en muchos sentidos, más difícil de rectificar.
Más recientemente, se ha producido un ataque organizado a escala mundial contra la identidad sexual de las personas. Hollywood y los falsos medios de comunicación, que durante mucho tiempo han prescrito cosas como la belleza, la moda y la fuerza de una forma impía y antinatural, predican ahora las virtudes de la tolerancia y la inclusión de una forma tan distorsionada (permitiendo perversiones de la naturaleza que últimamente perjudican a la persona) que en realidad victimizan a los mismos grupos a los que profesan ayudar. Con demasiada frecuencia, los niños a los que se les da una identidad falsa se ven sumidos en confusión social y trauma en el nivel más básico, cuando todo lo que necesitaban era un padre o mentor comprensivo que les guiara a través de su crisis de identidad y encontrar paz en lo que Dios les creó para ser.
La religión misma–no toda la religión, sino gran parte de lo que se ha aceptado por religión–ha contribuido a robar la identidad de las personas, diciéndoles que no eran cristianos hasta que se comportaran de una manera prescrita, a menudo una manera melancólica, para la cual Dios nunca los creó. Se ha dado a subculturas enteras una falsa y opresiva identidad religiosa (por ejemplo, “menonita”), que los ha condenado a una vida de aislamiento extremo, esterilización cultural e ignorancia supersticiosa. Con ello, la falsa religión ha robado a los hombres hasta el alma. Eso es lo más alejado de lo que Cristo vino a hacer. El pecado es todo lo que separa al hombre de la identidad que Dios le ha dado. La santidad restaura al hombre a lo que Dios lo creó para ser. La carnalidad es, en efecto, una vana imaginación de mí mismo, una falsa imagen que reina en el trono de mi corazón y que me oprime por mi propio consentimiento. La santificación es la posesión del Espíritu de santidad que me pone en contacto con mis padres, que a su vez me ponen en contacto con la identidad que Dios me ha dado. La carnalidad me saca de la imagen de Dios; el Espíritu Santo me restaura a la imagen de Dios. La verdadera religión resiste al pecado porque no es natural y reclama la identidad que Dios creó.
El mundo en general se ha visto sumido en un estado de caos, confusión y ruina moral por culpa de lealtades e identidades fuera de lugar. Dios está llamando a la gente a salir de la confusión y a encontrar su verdadera identidad por medio de la salvación del pecado y la conexión con los padres que Él ha puesto sobre ellos. Dentro de la iglesia de Dios, se unen con el resto de los salvos de la familia humana y constituyen juntos un solo hombre perfecto (Ef 4:13)–sin sectas carnales, sin etiquetas o uniones incorrectas, y sin presión para ser quien uno no es.
Cada nación tiene su historia, y cada nación, en Sión, tiene su oportunidad de venganza. El tiempo de la restitución vuelve a poner a las personas en su lugar, y mediante esta restauración, reconcilia su historia y sana su opresión.


