El Reinado del Pecado Destruido

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“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. Romanos 5:12

Conocemos la historia de cómo entró el pecado a nuestro mundo. Al principio, Adán y Eva disfrutaban de una felicidad intacta en el mundo perfecto que Dios había creado. Disfrutaron de una vida plena y duradera–sin dolores, sin penas, sin envejecimiento, sin sufrimiento, sin angustia, sin tragedia, sin desigualdad, sin opresión. No podían experimentar la muerte, porque Dios no había planeado la muerte como parte de Su mundo. Pero les permitió ser tentados, y les permitió elegir entre la vida y la muerte.

No sabemos cuánto tiempo disfru-taron de este paraíso perfecto, pero en algún momento utilizaron la voluntad que Dios les había dado y tomaron la fatídica decisión–eligieron el pecado. En cierto punto, eligieron la muerte.

Lo que sucedió entonces ha afectado la vida de cada mortal nacido desde entonces, y la ha afectado de la manera más íntima. El pecado entró al mundo–el pecado, el gran veneno, el gran divisor, el gran asesino. La muerte entró al mundo como el resultado natural del pecado, porque el pecado y la muerte invariablemente van juntos. La paga del pecado es muerte, tanto física como espiritual. Después de que Adán pecó, Adán murió.

Pero no sólo murió Adán–también murieron sus descendientes. Romanos 5:14 nos dice que reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, incluso antes de que la ley viniera a exponer el pecado y a condenar a los malhechores. La muerte reinaba–tenía influencia, dominaba. Había un dominio, un mando, un reino, una organización. La muerte estaba en el trono. La muerte dominaba los corazones y mentes y cuerpos y almas de la gente. Nacían y, sin haber transgredido nunca una ley, se encontraban sujetos a un reinado de muerte. ¿Por qué? Adán lo había introducido.
Tenemos una influencia dentro de nuestro mundo, pero nuestro mundo no es exactamente igual al mundo de Adán. Nosotros pecamos, y afectamos a todos, pero no afectamos a todos desde la misma posición que lo hizo Adán. Adán era la cabeza de la raza humana. Cuando el rey es capturado, el reino es capturado. Cuando se derriba la cabeza, caen todos los que están conectados. Y así, a través de Adán, comenzó el reinado del pecado.

A través de los siglos, las tinieblas del pecado prevalecieron, arrojando el lúgubre manto de la muerte sobre generaciones de víctimas ignorantes. Sólo un rayo luminoso penetraba en la espesa oscuridad–la profecía que señalaba la llegada de un día más luminoso. Los hombres entraron al mundo sometidos al dominio del pecado, pero sabían que un rey vendría algún día a restaurar el reinado de la justicia (Jeremías 23:5-6). Habría otro rey, otra semilla, otro dominio. Se aferraron con fe a la llegada de ese reinado, y su fe les fue contada por justicia.
No es de extrañar que los ángeles cantaran de paz en la tierra cuando nació el Niño Jesús. No es de extrañar que los gobernadores de las tinieblas de este mundo buscaban la oportunidad de matarlo. Otro Adán–otra cabeza para la familia humana–había nacido. Otro reino había llegado. “¿Acaso, eres tú rey?” preguntó Pilato a Jesús. “Tú dices que yo soy rey”, respondió Cristo. “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. Juan 18:37.

Y aunque Pilato no pudo ver Su trono, todos los rincones oscuros del dominio de la muerte sintieron la conmoción y el velo mohoso del judaísmo se rasgó de arriba hasta abajo cuando el Rey de la Vida se enfrentó a la Muerte en un combate cuerpo a cuerpo y salió Vencedor para siempre. El dominio de la muerte se había roto–tanto física como espiritualmente–y nunca volvería a ser el mismo.

La victoria de Cristo no fue una victoria para Él solo, sino una victoria para toda la familia humana. Los que habían muerto en Adán podían ahora resucitar a una nueva vida en Cristo (1 Corintios 15:21-22). La humanidad no podía darse a sí misma la vida por sus propias fuerzas, como tampoco se había dado a sí misma la muerte. Porque Adán, como cabeza de la familia humana, había pecado, toda la raza humana había quedado sujeta a la muerte. Ahora, para todos los que lo aceptaron por fe y nacieron otra vez en Su familia, Cristo reemplazó a Adán como cabeza de la raza humana.

Donde la muerte había resultado por estar adjunta al Adán caído, la vida ahora venía por estar adjunta al nuevo Adán–Cristo. El reinado de la gracia y la justicia había llegado. “Porque como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos…para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor”. Romanos 5:19, 21.

Pablo nos describe este reinado de justicia en el segundo capítulo de Efesios: “Y Él os dio vida a vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, conforme a la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia; entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo; en la concupiscencia de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar con Él, en lugares celestiales en Cristo Jesús”. Efesios 2:1-6.

A consecuencia de quiénes éramos hijos y a quiénes estábamos adjuntos, nos encontrábamos en la corriente del pecado y bajo su dominio que obraba la muerte. En este estado, seguíamos los dictados de la lujuria y la ira. Pero Cristo nos resucitó de esa condición de muerte espiritual y nos puso en otra corriente. Colosenses 1:13 nos dice cómo fuimos ¡trasladados del dominio de las tinieblas al reino de Su amado Hijo!

El dolor y la destrucción que vemos en nuestro mundo son el resultado del reinado del pecado sobre la humanidad. La gente ve el fruto de las obras del pecado generalizado en la violencia de la sociedad, el abuso de sustancias, la explotación y el racismo; y correctamente atribuyen la culpa a un sistema injusto y opresivo. Pero mientras claman contra los horrores del sistema, pocos despiertan a la comprensión de que ellos mismos están bajo el mismo dominio. El pecado se ha entretejido engañosamente en el tejido de la sociedad. Los hombres viven y mueren sometidos a sus dictados, esclavos de las mismas lujurias que impulsan las redes de pedofilia y las redes elitistas racistas. Las mociones del pecado obran en sus miembros. Debido a las restricciones que se les imponen, el fruto no ha madurado plenamente en ellos, pero responden al mismo amo.

Romanos 6:12-14 nos advierte, “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para que le obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad; sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”.

Al ceder a la obra de las mociones del pecado en tu vida, permites que el reinado de la muerte se exprese a través de ti. Por otro lado, al ceder a la obra de la gracia, habiendo nacido de nuevo en la familia de Dios, permites que tu vida exprese el reinado de la justicia.

Estás sirviendo a un señor o al otro. ¡Estás dejando que uno u otro dominio se exprese a través de ti! El pecado es el gran divisor, el gran esclavizador. El pecado está en la raíz de los males de la sociedad. Cristo venció el sistema de pecado y muerte, y a través de Su liberación, tú también puedes ser verdaderamente libre del sistema.

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