En el exilio, en la solitaria Isla de Patmos, un apóstol cargado se afanaba pensando en la obra inconclusa que iba a dejar atrás. Había estado allí durante los años del ministerio terrenal de Jesús, le había visto alimentar a las multitudes, había escuchado Su mensaje revolucionario y había experimentado la respuesta dividida de la gente. En el pozo, con la mujer gentil de Samaria, había oído el gemido de Cristo pidiendo obreros y meditado en su corazón sensible sobre lo que debía significar aquel campo de mies madura. Luego, cuando Cristo se preparaba para sellar Su mensaje con sangre, Juan había recibido el encargo de continuar la gran obra de unidad y reconciliación que Cristo había comenzado.
Juan había reflexionado profundamente sobre el peso y el alcance de la misión que Jesús le había encomendado a él y a sus compañeros–doce hombres especialmente escogidos y enviados así como Jesús había sido enviado para realizar la obra de Cristo en Su ausencia. Era una obra de reconciliación de Dios con el hombre y de reconciliación del hombre con su hermano. Era una obra de reconciliación del judío con el gentil. Era una comisión tan profunda y tan amplia que Juan habiendo vivido toda su vida todavía no la había visto completada.
A pesar del tremendo trabajo que se había hecho y de la reconciliación que se había logrado, Juan reconoció que había profecías que seguían sin cumplirse–conocidas en parte, en verdad, pero no conocidas como debían ser conocidas. Había una obra mayor que debía llevarse a cabo antes de que pudiera cumplirse la Gran Comisión. El tiempo debía continuar, pero los días de Juan en la tierra estaban contados. ¿Quién haría la obra? ¿Quién podría hacer la obra?
Irrumpiendo en el sueño de Juan aquel domingo por la mañana, sonó una voz dominante y a la vez familiar, y el mensaje que transmitía contenía las respuestas que el alma de Juan anhelaba. “Yo soy el Alfa y la Omega”, aseguró la voz, “el principio y el fin”. Al mirar hacia la fuente de aquella voz familiar, Juan vio a Jesús–no solo, sino junto a y envuelto en la luz de siete candeleros de oro. El simbolismo del candelero era claro (Ap 1:20). Cristo, Él mismo se estaba revelando en la persona de Su iglesia; y con ellos juntos, la luz del mundo, Él se mostraba así mismos imparable. El principio había sido bueno, no cabía duda. Y también lo sería el final. El que había comenzado la obra la terminaría. Él se encargaría de que la claridad que había llevado y la obra a la que había dado a luz continuasen hasta el final de los tiempos.
Mientras Juan se maravillaba y anotaba las palabras que iban a ser enviadas en cartas a las iglesias de Asia, la visión del candelero dio paso a una visión aún más grandiosa–una visión del trono del Dios mismo, rodeado por un arco iris y bordeado por un mar de vidrio. Dentro del trono donde reinaba supremo el Todopoderoso, Juan observó las sillas de los ancianos que reinaban en autoridad con Él–no doce ancianos como al principio, sino veinticuatro ancianos, un número que incluía a los que vendrían. Habría más hombres para continuar el legado que Cristo había comenzado. Habría más sillas que llenar antes de que el cuadro profético pudiera perfeccionarse. Y así, Juan miraba y se preguntaba a medida que se desarrollaba visión tras visión. Mientras observaba, registró para las generaciones futuras la esperanza que había visto. Vendrían tiempos oscuros. Poderes atacarían a la iglesia. Pero el final sería glorioso.
Toda la visión registrada en el libro de Apocalipsis no es una visión de una obra que ya había llegado a su pináculo en tiempos del apóstol Juan. Evidentemente, era una obra cuyo clímax estaba al final. Una visión panorámica de dos mil y más años de historia reveló su lucha más trascendental en los últimos momentos antes del mismísimo Juicio del Trono Blanco (Ap 20:9). Mostró el despliegue más deslumbrante de la gloria de Dios hacia el mundo durante el sonido del último mensaje de una serie de mensajeros angelicales (Ap 16:17- 18). Los juicios más grandes, la mayor revelación de maldad y la mayor caída de todo lo que se oponía a la santidad, todo estaba reservado hasta el final (Ap capítulos 15-18).
Mientras que algunas teorías han situado tales acontecimientos en una dispensación futura, una lectura cuidadosa de la Escritura en su contexto apropiado no da ninguna indicación de alguna otra dispensación excepto el del actual día de gracia. Además, el lenguaje centrado en el tiempo de estas profecías (por ejemplo, Ap 10:7) indica claramente que se cumplirán antes del día final del Juicio, después del cual sólo habrá eternidad y no más tiempo. Sólo podemos concluir que el tiempo mismo será testigo de una gloriosa revelación del poder de Cristo como nunca antes se ha conocido. Habrá un enfrentamiento final entre la iglesia y los poderes de la maldad que empequeñecerá incluso lo que Juan experimentó.
Es una postura audaz, pero está corroborada por todas partes de las Escrituras. Zacarías, mirando en visión profética hacia el Día del Evangelio, observó que después del nacimiento del Sol de Justicia (véase Mal 4:1-2), habría un tiempo en el que la luz del Evangelio no brillaría con claridad. Sin embargo, al final de este día profético, habría luz (Zac 14:6-7). Pablo y Pedro en sus escritos presagiaron tiempos de apostasía y problemas para la iglesia (1 Ts 2; 2 P 2); sin embargo, Pablo aseguró a sus lectores que la iglesia por la que Cristo regresaría sería gloriosa (Ef 5:27).
La iglesia perdió mucho de su respeto en el mundo cuando perdió la gloria primitiva de su gobierno. Tibieza y apostasía hicieron incursiones exitosas donde antes habían sido evitadas–no es que los espíritus de tibieza y apostasía nunca hubieran tratado de atacar la iglesia antes, pero ahora no había nadie allí para detenerlos. Falsos profetas, disfrazados de líderes de la Iglesia, se convirtieron ellos mismos en vehículos de esta corrupción y apostasía. Con el tiempo, el respeto por el liderazgo de la iglesia fue tan bajo que los individuos se sintieron justificados a vivir según la guía de su propia conciencia, un sentimiento que, aunque aparentemente justificable en el momento, condujo a resultados catastróficos. Se perdió la unidad, el mensaje de reconciliación perdió su fuerza y las facciones se enfrentaron amargamente entre sí por las cuestiones más insignificantes, porque no había una autoridad central con poder para unirlas.
A la luz de la visión de Juan y de las profecías que la corroboran, ¿es éste el estado en que podemos esperar que se encuentre la iglesia de Dios al regreso final de Cristo? ¿Va a dejar Dios el trabajo de la lucha más difícil a un ministerio menos poderoso que el apostolado del primitivo tiempo de la mañana? ¿Espera la iglesia conquistar a un enemigo más organizado y desesperado que nunca antes con un gobierno eclesiástico más dividido, desorganizado y sin poder? ¿Debe Dios confiar en un pueblo disperso con interpretaciones dispersas de un gobierno que no ha existido por 2,000 años cuando Satanás tiene actualmente autoridades y sistemas en pleno funcionamiento? Si Satanás está en su mejor momento, ¿no sacará Dios lo mejor de Sí para el enfrentamiento final?
En cuanto nos damos cuenta de la magnitud de la obra de la iglesia en los últimos tiempos, no es difícil imaginar el calibre de autoridad que Dios tiene que investir en Sus obreros de los últimos tiempos. Sin la autoridad apostólica actual, somos una broma y una presa fácil. Somos niños sin padre y un ejército sin comandante. Hemos perdido toda relevancia y toda legitimidad como pueblo. La iglesia del fin ha de ser una fuerza formidable. Y no debe de ser débil en su gobierno.
Apocalipsis 10 recoge una hermosa visión de un poderoso mensajero del final de los tiempos vestido con una nube de testimonio, rodeado por un arco iris de promesa, y con los pies a horcajadas sobre el mar y la tierra en un gesto de dominio. En su mano lleva un libro abierto, y las palabras que pronuncian las estruendosas voces que le rodean son palabras que a Juan no se le permitieron escribir. “Y cuando los siete truenos hubieron emitido sus voces, yo iba a escribir; y oí una voz del cielo que me decía: Sella las cosas que han dicho los siete truenos, y no las escribas… Pero en los días de la voz del séptimo ángel, cuando él comience a tocar la trompeta, el misterio de Dios será consumado, como él lo ha declarado a sus siervos los profetas” (Ap 10:4,7). Había, en otras palabras, cosas que Juan no podía declarar–ni siquiera en su escrito de la Escritura–las cuales un día serían declaradas. Había preguntas que a Juan no le fue dada la habilidad de responder las cuales algún día alguien podría responder. Otro mensajero iba a venir–un mensajero suficientemente poderoso para tratar con el mensaje de reconciliación del tiempo del fin. Juan no podía terminar el trabajo. Pero alguien lo haría.