Un principio básico de la democracia occidental durante más que doscientos años ha sido la libertad religiosa. Tan importante ha sido, de hecho, para la identidad de las personas libres, que ha sido colocada en la cima de las libertades enumeradas en documentos tales como la Declaración de Derechos (las primeras diez Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos) y la Carta Canadiense de los Derechos y las Libertades. Central para nuestra comprensión de la libertad es este derecho fundamental de la libertad religiosa y sus derechos concomitantes de libre asociación, libre expresión y reunión pacífica. Estos son los pilares, los cimientos sobre los que se construyen las sociedades libres. Este pilar ha resistido siglos de asaltos. ¿Quién hubiera pensado que en un año estaría en peligro de derrumbarse? El pánico por COVID-19 ha puesto en marcha una alarmante cascada de medidas que amenazan la libertad religiosa y el bienestar esencial de la gente en todas partes. Los gobiernos de este mundo sólo han ofrecido respuestas instintivas. Peor aún, cuando sus profecías fallaron y sus respuestas fracasaron, sólo se atrincheraron más profundamente en su campaña contra los derechos humanos. Han censurado las opiniones de los expertos que iban en contra de sus narrativas, y han mantenido su dominio sobre la conducta, los medios de subsistencia y la educación de las masas. Sea cual sea la gravedad del virus, se ha demostrado como un Caballo de Troya para que los reyes de la tierra muevan e implementen sus nefastos planes. Están motivados, no por la preocupación por su salud, sino por el dinero. Y el amor al dinero sigue siendo la raíz de todos los males. Esta no es una respuesta bondadosa de parte de nuestros gobiernos. Es una guerra total. En el actual debate sobre las libertades personales y la preocupación por la salud pública, se necesita desesperadamente la voz de la iglesia. Satanás odia esa voz, y está haciendo lo mejor que puede para silenciarla a través de la sanción del gobierno y la suspensión de la práctica sacrosanta de la iglesia–la asamblea pública. No podemos dejar que él, a través de ellos, se salga con la suya. Cuando ellos dicen que no podemos reunirnos, tenemos que reunirnos. Cuando dicen que no podemos cantar, tenemos que seguir “hablando entre nosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales”. Nuestros antepasados espirituales sacrificaron todo por la causa de reunirse. Nuestros hermanos en los países comunistas todavía lo hacen. ¿Cómo podemos hacer menos? ¿Cómo pueden los cristianos de las democracias occidentales dejar tan fácilmente su responsabilidad de ser la iglesia? La respuesta es que han dado entrada a las falacias lógicas del mundo. Han sido condicionados durante décadas a creer en nociones erróneas de amor y testimonio. En la actualidad, estas nociones funcionan de esta manera: “Si amaras a tu prójimo, te pondrías una mascarillla y te mantendrías socialmente distanciado para no contagiarles el coronavirus”. Esto es a pesar del hecho de que la ciencia del enmascaramiento es totalmente contradictoria, y el distanciamiento social y los encierros son catastróficamente dañinos para más personas que las que el virus realmente mata. Aquí hay otro: “Como cristianos, estamos llamados a obedecer al gobierno en Romanos 13. Desobedecer sería darle a la iglesia un mal nombre”. ¡Querido lector, la verdadera iglesia siempre ha tenido un mal nombre! Se engañan a sí mismos cuando piensan que ceder a los dictados injustos es dar testimonio de la verdad del evangelio. “Ten cuidado cuando todos los hombres hablan bien de ti”, dijo el Autor de nuestra fe. Llega un momento en que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Ese momento, un momento de todos los tiempos, es ahora. Debemos amarnos unos a otros ferviente e intensamente. No debemos dejar que nada nos separe. Esta no es una lucha de mera desobediencia civil. No es sólo una lucha por el alma de una nación. Es una guerra contra el mismísimo príncipe de las tinieblas y su impía agenda para destruir tanto las almas como los cuerpos de los hombres y mujeres en el infierno. No podemos abrogar nuestra responsabilidad bíblica en nombre del deber cívico. Somos ciudadanos de una patria mejor y celestial. Nuestra lealtad es al estandarte del amor que Cristo ha puesto sobre nosotros, no a la bandera de ningún reino terrenal. Tenemos el deber de no dejar nuestra congregación y de exhortarnos unos a otros y tanto más cuanto veamos que se acerca el día del Señor. Por las señales de estos tiempos, ese día será muy pronto. La iglesia no tiene lucha contra sangre y carne. Nuestra lucha no es contra un príncipe o presidente. Es contra el poder espiritual que los motiva. Nuestras armas no son carnales. No luchamos con pistolas, sino con la palabra profética más segura. Y esa es poderosa en Dios para la destrucción de la fortaleza de mentiras que hoy en día ha descendido sobre las naciones. La resistencia, ahora más que nunca, es un deber.